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LA VIRTUD DE SER NIÑO EN UN SIGLO DECADENTE: La crisis de la modernidad en el presente. Christopher Robin: un reencuentro inolvidable

Habría que mirar la magia a través de un acto sutil que pudiera desentrañar aquellas partes ocultas que el mundo de la razón se ha empeñado en desaparecer desde la modernidad (S.XVII-XVIII) hasta nuestros días. Y es mejor decirlo sin paja, a través de la mirada de un niño, como buenos intentos del Romanticismo que intentó rescatar a la naturaleza humana.

Aquella virtud que desaparece en el ser humano cuando la realidad-ilusoria logra cobrar factura sobre la psique humana mediante la imposición del mundo de la razón, ya que, etimológicamente, ésta se define como alma. Ante dicha tragedia, cabe reflexionar ¿hasta qué grado la realidad atrapa a las conciencias colectivas?

Dicha reflexión no es nada novedosa, sino que, por el contrario, es parte de una sabiduría milenaria que devela la falsedad con la que se ha construido la realidad, como aquel Maia ilusorio presente en el hinduismo o el Budismo, entre otros saberes que también convergen y que proceden de diversas culturas y civilizaciones antiguas. Tendencia que como piedra angular se ha trabajado para estudiar el pensamiento de la cultura de masas por parte del psicoanálisis y la psicología desarrollada por Freud y Jung, y por más filósofos de la talla de Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger, la Escuela Crítica de Frankfurt; en exponentes como Adorno, Horkheimer, Marcuse, Bloch, Habermas, entre otros. Sin lugar a dudas, por la fenomenología emanada del pensamiento de Husserl.

Empero, desde la antigua Grecia se intentó construir los parámetros idealistas para transformar la realidad del ser humano, en una trinchera donde la razón fuera el único soporte que lograra mantener la estabilidad en las relaciones humanas. Sobra de más, citar el ejemplo de aquella República idealizada por Platón donde se afanó por expulsar a los poetas, artistas, sumado a la prohibición del teatro.

Debido a que esas actividades no eran consideradas aptas para cualquier mortal. La idea de liberalizar el alma y el espíritu como bien lo señaló Nietzsche en Zaratustra aún es mal entendida. Se plasmó a través de los siglos en el acaparamiento de la facultad creadora y creativa de los seres humanos por parte de la Iglesia en su dominio Oscurantista, y no obstante, fue la principal peculiaridad de los fascismos y las dictaduras para dominar a las conciencias colectivas hasta desembocar en la construcción de la sociedad de masas bajo la justificación “de crear ciudadanos modernos”. Por citar un ejemplo, podemos remitirnos al formalismo ruso como la política totalitaria para controlar las producciones literarias, poéticas y artísticas que llevó al exilio o asesinato de muchos escritores y artistas en el proyecto utópico de la URSS. Fenómeno bien ejemplificado por Octavio Paz en su obra intitulada: El arco y la lira tras denunciar al “arte oficial”.

A esta reflexión se le puede abonar una película que posee una gran dosis de enseñanza. La historia de Christopher Robin llevada a la pantalla grande en 2018 es espejo de la decadencia colectiva que no sólo ilustra a las sociedades presas del racionalismo de comienzos del siglo XX, sino que, por el contrario, puede mostrar a las sociedades que transitan en la misma monotonía en el presente. Como diría el filósofo británico del escepticismo conservador John Gray: “la presencia de las sociedades autómatas”, en su obra El alma de las marionetas.

La trama gira y difiere a la historia clásica de Winnie the pooh, parte de la vida de un niño que se atreve a crear y darle vida a los muñecos de su infancia, sino que debe morir en El bosque de los cien acres para ser prisionero del materialismo y la racionalidad con la que se desarrolla la industrialización. Posteriormente, convertido en un adulto, tiene que regresar a imaginar y rescatar su ser sensible, no sólo para salvar a su familia de la desgracia que él mismo logró generar, sino para salvarse a él mismo de su propia prisión

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